El profeta Elías

El profeta Elías se sitúa en la historia de Israel en la época en la que, instalado en tierra de Canaan, el Pueblo elegido comienza a olvidar a Dios que le hizo salir de Egipto para volverse hacia los ídolos, los baales. Cogido por Dios que le conduce al desierto, vuelve hacia el pueblo para revelarle, desde la montaña del Carmelo, quién es el Dios verdadero.

(Sobre Elías se puede leer: 1 Reyes 17-22; 2 Reyes 1-2; Eclesiástico 48)

¿Qué puede decirnos hoy este hombre con esa “pinta” tan extraña y con esas costumbres tan brutales? La sociedad del tiempo de Elías y la nuestra son muy diferentes. Muchas son las personas espirituales para quien la vida en soledad parece un sueño irrealizable.

Uno está casado y la carga de la familia y las tareas, que derivan de esta situación, le imponen una obligación cotidiana muy absorbente en medio de la agitación del mundo. Otro tiene una vocación de apostolado activo y se encuentra comprometido con las múltiples obras que ha creado celosamente y que tiene que mantener.

¿Qué lección práctica podemos sacar de la gesta de Elías para dar el testimonio al que se nos llama en este mundo? El profeta es aquel a quien Dios ha elegido, tomando posesión de él, dejándole el deseo de Dios, la sed de estar con Él, de entregarse completamente y responder a la llamada de Dios, allí donde quiera enviarle para ser su testigo.

Sed de Dios

Boire à la source

Esa impronta de Dios sobre el apóstol se distingue por el gusto de lo absoluto, esa necesidad de absoluto que encontramos en Él. “Vive el Señor, Dios de Israel, ante quien sirvo…”: se mantiene en presencia de Dios.

 Esta vocación profética está marcada por el hecho de que, el que es tocado por Dios, orientado así hacia Dios, necesita permanecer en Dios a través de la mirada. Habiendo experimentado un poco de la trascendencia, consiente en fijar su mirada en esa trascendencia, tiene hambre y sed de ella. Ha encontrado al Dios vivo y quiere conocerle. Surge esta necesidad de la oración.

En la soledad, se establecen maravillosos intercambios entre Dios y el profeta. Es así como el alma se convierte en un alma de Dios, un alma cuya preocupación principal y cuya aspiración fundamental es la búsqueda de Dios, es la presencia de Dios, es permanecer en presencia de Dios.

El dominio de Dios

¿En qué consiste el espíritu profético?

La nuée et Saint Elie

Esencialmente, consiste en el dominio del Espíritu Santo sobre el alma pero, también, sobre el cuerpo del profeta, sobre todo su ser, sobre todo lo que tiene. Un día, Dios llama a un hombre. Deja todo, va al desierto y allí permanece en presencia de Dios. En el desierto, Dios ha conducido y formado a los grandes contemplativos de todos los tiempos y a los instrumentos de sus grandes obras. Cuando analizamos la vocación profética, al principio, conlleva una cierta experiencia de Dios, un cierto dominio de Dios, consciente o inconsciente, una cierta manifestación de la trascendencia de Dios que ha revelado al alma algo de su absoluto, le ha transmitido el gusto por ello, la necesidad de ello y le hace elegir este absoluto como su camino, no sólo como un acto de un día para un proyecto provisional, sino como camino de perfección.

 Y esto, no es otra cosa más que la santidad. Aquella que sintieron los apóstoles el día de Pentecostés. En ese momento se convirtieron en los instrumentos perfectos del Espíritu Santo, puestos a su disposición y al mismo tiempo santificados por Él, por su acción dominante.

El don de si mismo

Abbaye-Christ de la chapelle-Main

Para que esa necesidad de la mirada hacia Dios no sea únicamente poética o sentimental, por decirlo de alguna manera, tiene que acompañarse con la decisión de dar todo a Dios, de entregarse completamente. El profeta comprende que no puede exigir que Dios se entregue, ni que permanezca en presencia suya, si él no le ha dado todo. El profeta está en constante búsqueda de Dios y constantemente entregado a su acción interior o exterior. Se entrega y esa es toda la ocupación que tiene. A Dios le corresponde disponer de él para retenerle en la soledad o enviarle aquí o allá. Sumergirse en Dios cerrando los ojos para entregarse al amor de Dios.

Y para que el don de sí tenga un carácter de absoluto, no hay más que un remedio: habituarse a hacer el don indeterminado.

Efectivamente, hay que buscar el designio de Dios en la oscuridad, porque sus pensamientos superan los nuestros, como el cielo sobrepasa a la tierra. Nuestro Dios vive en la tiniebla, y la luz trascendente de su Sabiduría deslumbra nuestra pobre mirada. ¿Cuál es nuestra parte, cuál nuestro puesto en su designio? Solo él lo sabe. En la parte que tenemos que realizar y en el puesto que debemos ocupar, consiste nuestra perfección. El don de sí debe ser indeterminado para no desviarse en construcciones humanas y para volver a juntar la realidad y la verdad divinas. Este don debe ser también frecuentemente renovado.

Lógicamente, el alma lo hace con sus tendencias, con su debilidad, con los pecados de la vida pasada, pero nada de esto son obstáculos para dar ese salto hacia Dios. Lanzándonos en esta oscuridad del don de sí caemos en manos de la misericordia.

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