San Juan de la Cruz

Saint Jean de la Croix

Juan nace en Fontiveros (Ávila, España) en 1542 y muere en Úbeda (Jaén, España) en 1581. Es 27 años más joven que Teresa y la secundó magníficamente en la Reforma de la Orden del Carmelo.

Santa Teresa dirá de él que era un hombre pequeño de altura (bajito) pero, “grande a los ojos de Dios”. Era reservado, modesto: tuvo el don de pasar desapercibido y aún más…de ser menospreciado. Sin embargo, estaba dotado de una sensibilidad artística, de una inteligencia y de una capacidad de amar fuera de lo común, según los que le conocieron. Fue gracias a ese amor por lo que pudo sobreponerse a todos los sufrimientos de su vida.

Procedía de una familia pobre y permanecerá pobre toda su vida, materialmente y espiritualmente. Por otra parte, comparte con sus contemporáneos el carácter intrépido y tenaz que le lanzará, no a descubrir el Nuevo Mundo, sino a una exploración abismal del misterio de Dios. Es un “explorador de lo infinito”. Para ello disponía de algunos medios: un excelente conocimiento de las Escrituras, adquirido en parte en la Universidad de Salamanca; su experiencia mística que pudo contrastar con la de Santa Teresa y la experiencia de las almas por su trabajo de acompañamiento en lo espiritual.

Por todo ello es por lo que puede guiarnos por las “regiones sin senderos” de nuestra respuesta personal al Amor de Dios y nos deja entrever lo que nos espera al final de la aventura: la unión perfecta con Dios en la “Llama de Amor Viva”.

Este es, nos dirá, el sentido, el objetivo de nuestra vida. El camino para llegar es difícil, pero Dios, por su gracia, nos proporciona los medios infalibles para la travesía: la fe, la esperanza y el amor.

El objetivo: la unión del hombre con Dios

 

Así es como Juan de la Cruz percibe la vida cristiana, según Juan el Evangelista cuyos escritos conoce de memoria: “El que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él” (Jn 4, 16).

Esta percepción se sitúa en las raíces del ser y está marcada por el sentido de la persona y de las personas tan fuerte en los Santos del Carmelo: Dios y el hombre, en mutua gravitación, destinados a unirse en la participación y en el gozo de una misma vida en la “igualdad de amor” (Cántico espiritual, 38)

El destino del hombre es esta igualdad inaudita con un Dios que, por la gracia y en el amor, derrama sobre él toda la riqueza de su Vida trinitaria haciendo de Él “su igual y su compañero”.

No nos ha creado para ser mediocres, sino para esa plenitud. Dicho de otra manera: el Dios que se revela a Juan de la Cruz no tiene nada que ver con el Dios de las ideologías modernas. Es un Dios vivo que no ningunea al hombre sino todo lo contrario, le ama y le eleva a una dignidad inimaginable…al interior mismo de su condición humana. No le suelta en el mundo, sino que le llama a vivir en el Amor y en la Verdad para sellar en su alma la semejanza de Dios para la que ha sido creado. Y al servicio de los hermanos, como Jesús, que enseñó el camino: “El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir” (Mt 20, 28)

EL CAMINO: LA SUBIDA DEL MONTE CARMELO

 

La lógica de San Juan de la Cruz, o mejor dicho, su coherencia, es grande. Nos dice: “si creo que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, eso quiere decir que no puedo hacerme realidad fuera de la Verdad y del Amor. Todo lo que le es contrario atenta contra mi verdadera humanidad”. “Así que, la experiencia me demuestra que esta identidad profunda está muy herida en mí por el pecado”.

Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. (Rom 7, 18-19)

“Necesito ser re-creado,  dejar sitio en mí al hombre nuevo”

 

¿CÓMO HACERLO?

Uniéndome a Cristo, al Nuevo Adán. Esto significa una muerte viva en la Cruz del hombre pecador que soy yo. Morir ante mi egocentrismo, ante mi insolidaridad. Destruir las falsas imágenes que albergo de Dios y de mí mismo y que se oponen a la verdad. Unirme a Cristo en su Pasión, “el abandono más grande que pudo experimentar en su vida (…) permaneciendo aniquilado y como reducido a la nada (…). Todo esto se produjo para que lo verdaderamente espiritual tuviera la inteligencia del misterio de Cristo, puerta y vía para unirnos a Dios” (2, Subida, cap.7)

Esta re-creación, esta gestación del hijo de Dios que soy en potencia, es lo que Juan de la Cruz llama “purificación”, “noche”, “subida al Carmelo”. Etapa dolorosa y desconcertante que es, en realidad, el reverso de la transformación operada por el Amor.

El camino se hará en fe, esperanza y amor.

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