EL SILENCIO

 

“Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio,
y en silencio ha de ser oída del alma”.
San Juan de la Cruz

 

El don de sí provoca la misericordia divina; la humildad aumenta la capacidad receptiva del alma; el silencio asegura a la acción de Dios toda su eficacia. Desde las primeras moradas santa Teresa nos ha hecho comprender que el recogimiento era necesario para descubrir la presencia de Dios en el alma y las riquezas que en ella ha depositado.

En esta segunda fase, la necesidad de silencio se hace imperiosa. Bastaba, antes, recogerse de vez en cuando; ahora se hace necesario un recogimiento tan frecuente y constante como lo es la acción de Dios…

NECESIDAD DEL SILENCIO

Toda tarea que exija una aplicación seria de nuestras facultades supone el recogimiento y el silencio que la haga posible. El sabio tiene necesidad de silencio para preparar sus experiencias, para anotar en ellas con cuidado sus condiciones y sus resultados. El filósofo se recoge en la soledad para ordenar y profundizar en sus pensamientos.

 El silencio que busca ávidamente el pensador para aplicar a la reflexión todas sus energías intelectuales, será aún más necesario al espiritual para aplicar toda su alma a la búsqueda de su objeto divino.

En el sermón de la montaña, Jesús nos ha hablado de la necesidad de la soledad para la oración: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».

La oración contemplativa, propia de las regiones adonde hemos llegado, tiene exigencias muy particulares de silencio y de soledad. La Sabiduría divina no ilumina solamente la inteligencia en la contemplación, sino que obra en toda el alma. De este modo exige de esta última una orientación del ser, un recogimiento y un sosiego de lo que hay de más profundo en ella, para recibir la acción de sus rayos transformadores.

En una fórmula acuñada que no puede sino despertar ecos profundos en toda alma contemplativa, san Juan de la Cruz ha enunciado esta exigencia divina. Escribe:

«Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma». «Dios ve en lo secreto», había dicho nuestro Señor.

San Juan de la Cruz añade: Dios realiza sus operaciones divinas en el silencio. El silencio es una ley de las más altas operaciones divina: La generación eterna del Verbo y la producción de la gracia en el tiempo, que es una participación del Verbo.

Nos sorprende esta ley divina. ¡Va tan en contra de nuestra experiencia de las leyes naturales del mundo! Aquí, en la tierra, toda transformación profunda, todo cambio exterior produce cierta agitación y se hace en el bullicio. El río no podría alcanzar el océano, que es su meta, más que por el movimiento de sus aguas, que se dirigen a él rumorosas.

En la Santísima Trinidad, la generación del Verbo —esplendor del Padre, que se expande perfectamente en este luminoso y límpido espejo, que es el Hijo— y la procesión del Espíritu Santo —esa inspiración común del Padre y del Hijo en torrentes infinitos de amor, que constituyen la tercera persona— se realizan en el seno de la Trinidad en el silencio y en la paz de la inmutabilidad divina, en un eterno presente que no conoce sucesión.

Ningún movimiento, ningún cambio, ningún ligero soplo indica al mundo y a los sentidos más agudos de las criaturas este ritmo de la vida trinitaria, cuyo poder y efectos son infinitos. Ante esta inmovilidad y silencio eternos, que ocultan el secreto de la vida íntima de Dios, el salmista exclama: «Tú, Señor, eres siempre el mismo», mientras el mundo cambia de apariencia sin cesar.

Habrá que esperar la visión cara a cara para entrar perfectamente en la paz de la inmutabilidad divina. Sin embargo, ya desde la tierra, la participación en la vida divina por la gracia nos somete a la ley del silencio divino.

En este silencio, añade san Juan de la Cruz, el Verbo divino, que es la gracia en nosotros, se hace oír y hay que recibirle…

Cuando en ciertas visitas divinas la oscuridad se transforma en penumbra, entre las riquezas que descubre al saborearlas, siempre encuentra el alma una experiencia de este silencio divino. El paso de Dios va siempre precedido del recogimiento pasivo que vuelve atentas a las facultades. Se realiza en el silencio, y la última impresión que desaparece es un sabor de paz y silencio…

Para el espiritual que ha gustado a Dios, silencio y Dios parecen identificarse, porque Dios habla en el silencio, y solo el silencio parece poder expresar a Dios.

De ahí que para encontrar a Dios, ¿adónde irá uno sino a las profundidades más silenciosas de sí mismo, a esas regiones tan ocultas que nada las puede turbar? Cuando ha llegado a ellas, preserva, con un esmero celoso, ese silencio que Dios regala. Lo defiende contra toda agitación…

La aspiración al silencio se encuentra en todos los místicos. ¿Podría creerse que alguien ha sentido el toque de Dios si no encuentra esa aspiración en sí mismo?

Todos los maestros, cada uno en su lenguaje simbólico particular, han afirmado esta exigencia. Santa Teresa distingue siete moradas sucesivas, y en la séptima, la más íntima, es donde se realiza la unión profunda…  San Juan de la Cruz, después de haber señalado que el alma no tiene ni alto ni bajo, nos dice que «el centro más profundo», allá donde se desborda el gozo del Espíritu Santo, el límite que el alma puede alcanzar, es Dios en el centro de ella misma.

EXPERIENCIA DE CRISTO

Así pues, ¿cómo no habría de experimentar una necesidad constante de refugiarse en el silencio que le permitiese entregarse exclusivamente a la acción del Verbo y a los raudales de su unción, que en él se vertían silenciosamente?

El retiro durante casi treinta años en Nazaret, la estancia en el desierto por espacio de cuarenta días antes de su vida pública, como para acumular reservas de silencio, el retorno frecuente a la soledad en la calma de la noche, como para renovar esas reservas, se explican mucho mejor por esa necesidad fundamental, por ese peso de Dios que le encadena a esas regiones en que vive y se entrega, que por una necesidad de luz o de fuerza para cumplir su misión…

Nosotros vivimos en la fiebre del movimiento y de la actividad. El mal no está solamente en la organización de la vida moderna, en la prisa que esa vida impone a nuestros actos, en la rapidez y facilidad que esa misma vida garantiza a nuestros desplazamientos. Hay un mal más profundo que se encuentra en la fiebre y en el nerviosismo de los temperamentos. Ya no se sabe esperar ni estar en silencio. Y, sin embargo, parece que se busca el silencio y la soledad; se abandona el ambiente familiar para buscar nuevos horizontes, otra atmósfera. Frecuentemente no es más que para divertirse con nuevas impresiones.

Cualesquiera que sean los cambios de los tiempos, Dios permanece el mismo, y siempre en el silencio pronuncia su Verbo y el alma en él ha de recibirlo. La ley del silencio se nos impone… La fiebre y el nerviosismo del temperamento moderno la hacen más imperiosa y nos obligan a un esfuerzo más enérgico para respetarla y someternos a ella.

Quiero ver a Dios

Eugenio del Niño Jesús CAPÍTULO 5